Paz, rock y hierba en Piedra Roja: las historias de un festival entre el caos y el mito

Piedra Roja. Todas las fotos del evento: Paul Lowry (flickr.com/photos/paul_lowry)

Montado originalmente con el objetivo de recolectar fondos para el viaje de graduación del curso de un colegio, la cita realizada en octubre de 1970, fue uno de los hitos que ha quedado en los anales de la música chilena. Contó con bandas como Los Jaivas y Los Blops, quienes tocaron en un escenario rústico, donde primó la desorganización. Los protagonistas de la época y entendidos en la materia recuerdan el evento, y los años en que la juventud se abría paso en una sociedad polarizada que muchas veces no los comprendía.


Fue el sonido grueso y ensoñador de un órgano, el que despertó al joven Hernán Rojas la mañana del domingo 11 de octubre de 1970. Sobre el pequeño escenario instalado en el descampado precordillerano, el músico Víctor Rivera montó un voluminoso Hammond y comenzó a tocar. Era la señal de que el Festival de música de Los Dominicos, que pasó a la posteridad como Piedra Roja, estaba comenzando.

En esos días, el ahora ingeniero de sonido y hombre de radio, tenía 17 años y había arrancado al evento junto a un grupo de amigos, sin el permiso de su madre. Una tarde, tomaron la micro que subía hasta Los Dominicos y después, simplemente caminaron mucho rato hasta dar con el lugar, un terreno baldío con litres y arbustos como únicos vestigios de vida.

“Era un sector rural -recuerda al teléfono con Culto-. No existían las casas allí, no era el barrio alto como se asocia hoy. No. Era campo. Podría haber sido en un cerro en Renca o en Peñalolén y era lo mismo”.

El terreno estaba marcado por una enorme piedra, llamada Piedra Rajada, ubicada donde hoy se intersectan las calles Camino El Alba con Camino Piedra Roja. Pero la imprecisión de llamarlo Piedra Roja, hasta hoy, resume en buena parte el mito que rodea la historia del festival organizado al aire libre y con entrada gratuita. La inspiración más evidente fue el legendario festival de Woodstock, que convocó a medio millón de personas en 1969, y cuya película se estrenó en Chile con éxito en taquilla. Pero su pretensión original era más acotada.

Fue Jorge Gómez, un joven estudiante del Liceo nº11 de Las Condes, quien propuso la idea. “Vio el filme de Woodstock muchísimas veces, como si fuera obsesionado y ofreció un festival a su curso, porque estaban pensando cómo montar fondos para un viaje de graduación”, recuerda Gary Fritz, quien se involucró en la organización tras conocer a Gómez por un amigo en común, y años después, dirigió un documental sobre el acontecimiento, estrenado en la octava edición del Festival In-Edit.

“Entonces quedaron en lo del festival, aunque la administración y la asociación de estudiantes del Liceo no les otorgaron ayuda ni el permiso -agrega-. La idea era juntar fondos por medio de la venta de Coca Cola, que la industria había otorgado gratis al evento”.

Piedra Roja. Foto: Paul Lowry

Pero se empezó a correr la voz y así jóvenes de otros colegios se involucraron en una idea que fue creciendo poco a poco. El músico y productor de eventos, Freddy Anrique, se ocupó de conseguir a las bandas para la ocasión. “Yo estudiaba en el conservatorio en esos años y era amigo de Eduardo Gatti y los otros miembros de los Blops que estudiaban ahí. También de Claudio Parra de los Jaivas”.

Entre la bruma del tiempo, Eduardo Parra, fundador y exintegrante del grupo viñamarino (desde 2009, afectado por una poliomelitis), recuerda cómo fue invitado a participar. “Con Gato [Alquinta] vivíamos en Paul Harris a los pies del Cerro Calán. Fue la primera comunidad que se dio en el grupo, puesto que los dos ya estábamos casados y las dos mujeres se llamaban Verónica. También ya habían nacido Ankatu y Eloy y mi primera hija Blanca Flor”.

Fue entonces que los organizadores llegaron hasta la casa para convencerlos de participar. “Recuerdo que conversamos largamente la proposición, porque ellos nos hablaban de un lugar que ya no era ni semiurbano -simplemente la pre cordillera- y nosotros les preguntamos miles de asuntos técnicos y ellos tenían respuesta para todo. El entusiasmo de ellos era tan convincente y las ganas nuestras de tocar por la causa musical, que felizmente llegamos a un acuerdo hermanable”.

Por su lado, Fritz se ocupó de la promoción. Cuenta que no tuvo mayores problemas con sus padres cuando les comentó sobre la actividad, e incluso hasta le facilitaron la faena. “No creo que le dieran mucha importancia y no nos detuvieron en cuanto a ayuda. Mi papá, el Director del Santiago College, nos dio permiso para usar su máquina de mimeografía para elaborar los afiches”.

El afiche del evento elaborado por Gary Fritz junto a su hermano con una máquina que les permitió usar su padre.

“Era una cosa en que uno tipeaba con la máquina de escribir, le sacabas la cinta con las letras perforadas, se metía en un rollo con tinta adentro y ahí se hacían las copias a roneo, después se dibujaba con una aguja”, recuerda Freddy Anrique.

El festival se levantó a pulso y apelando a los contactos. De esta forma, también se logró lo más difícil; un espacio. “Jorge consiguió el terreno por medio de su polola, que era sobrina de Jorge Rosselot, dueño del Hipódromo de Santiago en ese tiempo, y propietario de la Hacienda Apoquindo”, detalla Gary Fritz.

Mientras, algunos de los que participaban en la promoción pegaban afiches y daban a conocer el evento en colegios y entre los jóvenes de melenas, pantalones pata de elefante, y blusas de estampado colorinche, que solían reunirse en Providencia y en el Parque Forestal. Uno de los convidados fue Paul Lowry, un muchacho hijo de misioneros metodistas, quien había llegado a Chile en 1954, a los dos años de edad, junto a su hermano mellizo.

“Me enteré por medio de mis amigos de una clase de fotografía y de mi colegio -recuerda por correo electrónico a Culto-. Fui al festival porque me gustaba la música rock e iba a muchos conciertos y fiestas donde tocaban algunos de los músicos que se presentaron. Me imaginé que sería entretenido”.

La tarde del viernes 9 de octubre, un grupo de los organizadores subió hasta los faldeos de la cordillera para instalar los precarios equipos de amplificación y un pequeño escenario facilitado por la Coca Cola. “Yo creo que tenía un metro de altura, y no más de cuatro por cuatro, o sea, no era nada”, detalla Anrique.

“Tuvimos que cambiar el lugar porque de repente llega Jorge y nos dice ‘oye no me conseguí el permiso para este fundo, pero al lado sí se puede’ -agrega-. Entonces pasamos una reja que había, elegimos un lado plano y pusimos el escenario”.

Piedra Roja. Foto: Paul Lawry

Pelucones, raros y rupturistas

Ocurrió una tarde en Príncipe de Gales a finales de los sesentas. Un delgado y melenudo Juan Pablo Orrego, por entonces bajista de Los Blops, vivió un episodio que nunca olvidó. “Andaba con mi polola y de repente me tiraron al suelo de un palo en la espalda. Eran unos gallos en un Volvo, pararon media cuadra más adelante muertos de la risa. Estaba enardecido, agarré unas piedras que habían en una construcción y empecé a caminar hacia ellos. De repente veo que se suben al auto y arrancan. Me di vuelta y venían como 15 obreros de la construcción a apoyarme -recuerda-. En esos días nos pegaban, nos insultaban, nos escupían por el pelo”.

“Éramos los raros", evoca Freddy Anrique. Más en un Chile polarizado que un poco más de un mes antes de Piedra Roja, vivió una tensa elección presidencial que dio la mayoría relativa al socialista Salvador Allende, un resultado que el mundo observó atónito. "Los de izquierda nos decían que éramos norteamericanizantes; los de derecha, que éramos hippies revolucionarios; los más conservadores, que nos íbamos a robar a sus hijas, porque pasaban cosas que las chicas se iban de la casa y nos echaban la culpa de todo eso”.

Por entonces, la juventud se alzaba como una fuerza en un mundo efervescente de cambios sociales, y eso no siempre agradaba. “Desde los años 50, habían comenzado a ocupar un lugar más importante buscando modos de presentarse a sí mismos con un sello distintivo, y de ahí los estilos de moda juveniles que alcanzan expresiones de rebeldía, con dimensiones significativas en materias de consumo y de generación de espacios propios y de identificación”, explica a Culto el historiador Claudio Rolle.

Como integrante de Los Jaivas en esos días, un grupo desafiante en términos estéticos, Eduardo Parra rememora lo difícil de abrirse camino. “No teníamos ningún apoyo de la comunidad y debíamos presentar nuestros rostros, nuestras pintas al criterio de la sociedad de esa época que no era muy abierta a lo nuevo. Había gente que simpatizaba con nosotros y otros que nos vilipendiaban”.

Y al respecto, rememora el episodio cuando el Clarín (“Firme junto al pueblo”) los puso en portada con un infame titular, tras la detención de “Gato” Alquinta y Gabriel Parra en un allanamiento de una casa de Bellavista en la que se encontraban de visita. “El escándalo de ‘Todos Juntos y en pelotas’, nos puso muy mal frente a una parte de los santiaguinos, recuerdo que después de ese escándalo tuvimos que soportar varias degradaciones y hasta ciertos escupos de algunas señoras que se tragaron esa historia como el diario Clarín la pintó”.

La Portada de Clarín sobre el arresto de Gato Alquinta y Gabriel Parra, tras visitar a unos amigos en Bellavista.

Algo similar recuerda el guitarrista Carlos Corales, por entonces integrante de Aguaturbia, banda que ese año había lanzado sus primeros discos con no poca polémica debido a sus portadas; en una aparecían los integrantes desnudos.

Y en la siguiente, la vocalista, Denise, crucificada al estilo del Cristo de Dalí. “En esa época, usar ese tipo de colores, el pelo largo, era contraproducente para muchos, les molestaba. Es igual que ahora que la gente con tatuajes, que los consideran delincuentes, a nosotros en esa época también”.

Se tiende a vincular a la juventud de la época con el hippismo. Un movimiento surgido en EE.UU, al calor de las protestas contra la guerra de Vietnam y las concentraciones en San Francisco, que se mezcló con la cultura pop de la época difundida en artefactos culturales. “En esta conquista de un espacio propio, hay diversas clases de reacciones y sensibilidades -explica Claudio Rolle-. Desde Semilla de maldad (1955) a Busco mi destino (1969), hay quince años de influjo y propuestas de actitudes y modelos”.

Pero ¿hubo realmente hippismo en Chile? Por el trabajo de su madre, Juan Pablo Orrego vivió en Nueva York durante algunos años de su adolescencia. Allí vivió las protestas contra la guerra de Vietnam. “Yo estuve en happenings, concentraciones en Manhattan con cabros quemando sus tarjetas de reclutamiento, llegaba la policía a llevárselos a tirones -detalla- . Entonces era un movimiento político, realmente una contracultura. Acá se importó de forma superficial”.

Donde la tortilla se volvió, fue en una fracción del incipiente rock nacional. En esos días, algunas bandas comenzaban a fusionar la influencia foránea, con los sonidos rescatados desde la tradición popular. Así fue el caso de los Blops. “En su primer disco de 1970 está ‘Los momentos’ de Eduardo Gatti, quien un año antes había grabado con The Apparition un tema como ‘Before I met her’. Hay un cambio grande entre una y otra”, explica el músico y periodista Gonzalo Planet, autor de la investigación Se oyen los pasos (Tienda Nacional, 2013).

Con todo, en los sesentas la corriente rupturista inflamó los ánimos; los estudiantes se levantaron en lugares como París, California o Ciudad de México, las mujeres tomaron la píldora anticonceptiva pese a la oposición de los más conservadores. Y en un mundo que se concentraba cada vez más, eso tuvo impacto. “En la campaña de Frei, en 1964, todo se hace en nombre de la juventud y la Patria joven y unos años más tarde los jóvenes iniciarán las reformas universitarias, o propondrán una Iglesia joven -detalla Rolle-. Era natural que en un país esponja surgiera la idea de hacer un festival de música a la chilena con un alambrito y buena voluntad”.

Los Blops

Un canto al sol en la cordillera

El sonido del “A whiter shade of pale” de Procol Harum -un éxito de 1967- fue el que trajo a tierra a Hernán Rojas. El domingo 11 de octubre de 1970 era, en rigor, la única jornada que tenía presupuestada el festival, pero los organizadores se sorprendieron al notar que llegó gente desde el día viernes. Muchos, aperados con carpas, sacos de dormir e instrumentos, para acampar en el lugar, tal como los jóvenes en Woodstock o el festival de Isla de Wight.

Para llegar al sector había que hacerlo en micro. De hecho, existía una línea de destartaladas liebres que subían desde Quinta Normal a Los Dominicos. Pero la noticia del evento gratis se difundió con las primeras notas en la prensa (no muy positivas), y poco a poco la muchedumbre se multiplicó. “Vieron que empezaba a ir mucha gente, entonces escribían con tiza ‘Gratis al festival’. Por eso empezaron a llegar familias enteras, abuelas, guaguas, y hasta prostitutas. El sábado en la noche llegó una liebre llena de prostitutas”, recuerda Freddy Anrique.

Madame Perea, Profesora de francés en el Santiago College, asistió al evento. Foto: Paul Lowry.

La noche anterior, la fuente de poder, el cable que alimentaba la electricidad del festival desapareció. “Se robaban el cable, era uno de lámpara”, recuerda Hernán Rojas, quien había llegado justamente días antes, junto a su hermana. El adolescente pernoctó allí, en un saco de dormir que llevaba. “Hizo frío, pero me acuerdo que era tanta la novedad y estábamos entre amigos, que igual fue genial, siendo adolescente como que nada importa”.

Mientras el problema de la electricidad no se solucionaba, la gente sencillamente comenzó a ocupar el pequeño escenario que se había instalado, y a punta de guitarras acústicas y bongós, se subían a interpretar los hits del momento. En esas horas, la palabra confusión reinaba campante en el lugar. “Había mucha desorganización, pero con calma. Algunos del público se subieron a cantar canciones de los Beatles, como ‘Hey Jude’”, recuerda Gary Fritz.

La solución vino de parte de Paul Lowry, o en rigor, de su familia. “Esa historia se exageró un poco con el tiempo. Cuando llegamos al festival, había unos muchachos tratando de arreglar el cable de la electricidad que estaba dañado. Mi papá les dijo que él tenía un cable de extensión bien largo y que lo podía traer -recuerda-. Cuando regresó con su cable, mi padre ayudó a solucionar el problema. Mi hermano y yo miramos cómo trabajaban ellos. Mi padre era bueno para arreglar cosas”.

A mediodía del domingo 11, con el cable ya arreglado, comenzó la música. El primero en pisar el pequeño escenario -aunque algunos también hablan de la parte trasera de un camión- fue justamente el tecladista Victor Rivera, uno de los compañeros de Freddy en el conservatorio. Sin embargo, la confusión y la desorganización seguían presentes. “El que llegaba, llegaba y se subía nomás”, asegura Anrique. Algunos músicos así lo hicieron, otros, a causa del caos decidieron marcharse.

El tecladista Victor Rivera abrió el festival tocando con su órgano Hammond el tema "A Whiter Shade of Pale", de Procol Harum

“Se suponía que iba a ser algo organizado, pero fue un despelote al final. Fuimos pero no actuamos. La electricidad se cortaba a cada rato, porque estaban como ‘colgados’, ¿te fijas? (ríe) Había una suerte de cable, de lejos. No estaba bien organizado”, recuerda Carlos Corales, de Aguaturbia. El cuarteto tomó la camioneta en que llegó y se fue.

Con Rivera, y luego, con Lágrima Seca comenzaron los shows “en serio” del cartel del festival. Entre medio, Paul Lowry aprovechaba de capturar instantáneas en blanco y negro y a color. Las primeras, con una cámara ícono de la época, una Leica IIIF; y las segundas, con una Olympus Pen. “Tomaba dos diapositivas por cuadro”; recuerda Lowry.

Entre medio, Anrique y Gómez estaban preocupados de que nada se saliera de madre. “No teníamos ni una organización, ni una seguridad, nada, si éramos chiquillos que a lo más habíamos sido boy scout. Pero había que cuidar el cerro, evitar el fuego, no hubo violencia. Con Jorge andábamos preocupados de eso”, recuerda Anrique.

Otro conjunto que estuvo presente fueron Los Blops, una banda que ese año lanzó su primer álbum, en que mezcló el interés por el repertorio popular de Violeta Parra, con su gusto por el rock y los estudios de buena parte de sus integrantes, en el conservatorio.

“Nos subimos a tocar en la tarde, y tocamos bastante urgidos con cabros tratando de encaramarse, una cuestión muy loca -recuerda Juan Pablo Orrego-. Tenemos que haber tocado un par de temas y supongo que entre medio improvisamos que era nuestro sello, siempre lo hacíamos. Cuando recién partimos y tocábamos covers más rocanroleros agarrábamos ‘Satisfaction’ y la alargábamos no sé, media hora, y pasábamos hasta por ritmo de cueca”.

¿El sonido? Por supuesto, no era el mejor. “Era un desastre, unas poquitas columnas con una amplificación muy simple y pare de contar, o sea, ridículo -rememora Hernán Rojas-. Pero poniéndolo en perspectiva, yo nunca había estado en un festival porque no habían en Chile. Igual uno cachaba que era malo el sonido, pero era más la novedad de estar ahí, de dormir ahí”.

Asistentes a Piedra Roja. Foto: Paul Lowry

Para completar el cuadro del festival “a la chilena”, toda la iluminación que se contaba era rústica y artesanal: unos tarros con ampolletas dentro.

Entre grupo y grupo, en el público ya aparecían los infaltables porros de marihuana. Aunque según sus protagonistas, nada fuera de lo acostumbrado por esos días. “Dicen que había un saco de marihuana donde cualquiera podía servirse gratis. Yo no lo vi -recuerda Gary Fritz-. De todos modos, muchos fumaban pitos, como siempre se hacía en ese tiempo. Siempre corría mucha marihuana en esos tipos de eventos. En ese tiempo era muy fácil conseguirla porque crecía libremente por muchas partes rurales que rodeaban a Santiago. Uno podía ir al campo y recoger sacos de marihuana (pero de mala calidad). Ni una vez tuve que comprar marihuana en Chile durante el 1970-73 cuando vivía allí”.

“Claro que sí, pero no tanto como exageraron los periódicos -recuerda Paul Lowry-. Yo nunca fumé hierba, pero muchos de mis amigos sí lo hacían. La situación en el festival no fue nada más exagerado que la gente tomando alcohol en las ramadas para el dieciocho”.

“La hierba en esa época no era nada buena, entonces tampoco producía efecto de alucinar”, señala Hernán Rojas. “Se fumaba el cáñamo, plantas que parecían pinos, con las que hacían pitillas”, recuerda Orrego.

Hacia las 18.00, al caer la tarde suave y amarilla por los faldeos cordilleranos, llegó el turno de Los Jaivas (anunciados en el cartel como los High Bass, pero desde mayo de ese año ya tenían su nombre actual). Por entonces, la agrupación estaba inmersa en la búsqueda de un sonido alejado del formato canción, lanzándose en largas jams e improvisaciones. “Estábamos en el proceso de descubrir el lenguaje de Los Jaivas”, explica Mario Mutis.

“Yo siempre le he llamado a nuestra manifestación de ese momento, ‘los energúmenos’ -recuerda Eduardo Parra-. Nuestra música era desaforada, imaginativa y escapaba a todos o cualquier esquema imaginable. Basada en la absolutamente libre improvisación, cualquier cosa se podía esperar en nuestras actuaciones”.

Eduardo Parra y Gato Alquinta en Piedra Roja. Foto: Paul Lowry

Ahí fue donde el vocalista Eduardo “Gato” Alquinta improvisó una letra sobre el astro rey. “Uno de los temas que tocamos, estaba dedicado al sol que se estaba poniendo, era la improvisación sobre lo que estábamos viendo, y decía algo sobre el sol como estrella, que nos calienta, nos da vida, una cosa bien ecológica también”, evoca Mutis.

Cerca de una hora estuvieron Los Jaivas en el escenario. “Después nos quedamos un rato compartiendo y nos fuimos”, agrega el bajista.

“Si no estoy mintiendo, me parece que nosotros no tuvimos corte de luz durante nuestra actuación -señala Eduardo Parra-. Pero sí recuerdo que la instalación, aunque empeñosa y amorosa, fue precaria, porque recuerdo haber visto cables eléctricos de extensión que siendo fuertes estuvieron expuestos a que fueran sin querer pisados o removidos de su poco profundo canal”.

Así, cayó la noche cerrada sobre la precordillera. Entre las quebradas y matorrales, el frío llegó como un espectador más. Tal como había ocurrido la noche anterior, se generaron improvisadas fogatas, charlas, música, se compartían bebidas, comidas, y hierba. “Noches de fraternalismo y a todos niveles socio-económico. Una mezcla total”, recuerda Gary Fritz.

Fogatas en Piedra Roja. Foto: Paul Lowry

Por su lado, Juan Pablo Orrego recuerda sobre todo, el descontrol. “No todo el mundo, pero se dejó caer una cantidad de gente que realmente venía a dejar la escoba. Había droga, de hecho tuvimos que atender a un cabro que estaba totalmente intoxicado. Entre los otros Blops estuvimos dándole helados Cremino, mientras le buscaban ayuda. Estaba la escoba porque justamente los organizadores idealizaron la situación”.

Pese a la masa de jóvenes y curiosos que se apersonó, el objetivo de vender botellas de Coca Cola, en una caseta que facilitó la marca, no se logró, porque en un momento desaparecieron. “Algunos que andaban con sed, abrieron la puertecita y sacaron las bebidas, pero no fue nada del otro mundo”, detalla Freddy Anrique. “Por lo tanto, Jorge [Gómez] quedó con casi nada para pagar los gastos eléctricos, el cable robado y la caseta de Coca Cola destruida”, comenta Fritz.

El lunes por la mañana, con el alba por entre los cerros, lo primero que vio Gary Fritz al levantarse fue la presencia de carabineros y de los ágiles de la prensa. Los policías quitaron el premiso y así se acabó todo. “No había música ni músicos porque el cable desapareció una segunda vez en la noche. Además, el festival no fue programado para el lunes. Me imagino que la policía tenía el propósito de acabar con todo debido al escándalo que se había provocado en la prensa”.

Así, el Festival llegaba a su fin, pero comenzaba el mito de Piedra Roja. Una leyenda que se forjó en la idea de que fue un “Woodstock” a la chilena. Pero lo cierto es que entre el caos, las dificultades y la animadversión hacia los jóvenes, la diferencia con su inspirador estadounidense fue insalvable.

Asistentes al festival. Foto: Paul Lowry

“Rudimentarias carpas, sirvieron de celestinas a los más extraños ritos que se practicaron durante tres días y que derivaron en una verdadera orgía de drogas en la que sirvieron de protagonistas jóvenes de ambos sexos”. Así informaba “Clarín” sobre lo acontecido en Los Dominicos. Y además, daban cuenta de un hecho que a los seguidores del hippismo les terminó rebotando.

“El lunes llegaron los pacos buscando personas que no habían llegado a su casa, que había una denuncia, y ahí estaba tranquilo, que yo sepa no se llevaron preso a nadie, en general fue tranquilo”, recuerda Freddy Anrique.

Pero mientras la prensa informaba con escándalo sobre lo ocurrido, Gómez tuvo que vivir en carne propia las repercusiones del asunto. “Jorge tuvo más consecuencias porque su madre había puesto un cheque en garantía”, señala Anrique. Además, fue expulsado del colegio y el alcalde de Las Condes, Ramón Luco Fuenzalida, interpuso una demanda contra el joven.

¿Cuál fue la relevancia de Piedra Roja? Que un festival rústico, con un pobre nivel técnico y un tratamiento despectivo de la prensa haya quedado en el inconsciente colectivo, es sin duda una pregunta interesante. “Creo que Piedra Roja se ha mantenido en la memoria por el hito social que representó, esa es su verdadera importancia más allá que la experiencia musical haya sido fallida o no -señala Gonzalo Planet-. Que de inmediato tuviera un rol central en la novela Palomita blanca (1971), el superventas de Enrique Lafourcade, e implícitamente estuviera en Papelucho y mi hermano hippie (1970) de Marcela Paz, creo que fueron los primeros hitos para su proceso de mitificación que no ha hecho más que crecer en el tiempo”.

La banda Lágrima Seca durante su presentación en Piedra Roja. Foto: Paul Lowry.

Por su lado, Eduardo Parra piensa que el valor del evento es que “su proposición fue muy audaz y valiente”, en tanto desafió ciertas convenciones. Pese a las dificultades, rescata la acción de organizadores, músicos “y muy especialmente la juventud de Santiago, que hizo igualmente una proposición nunca antes vista: demostró a una parte importante de la sociedad de aquel tiempo, y de una vez por todas, un grave desajuste generacional”.

Desde el lado del mito, Juan Pablo Orrego, prefiere discutir el mote de “Woodstock chileno”, asociado a lo ocurrido en el descampado de Las Condes. “Fue un desastre porque era una cosa imitativa, pero sin el contexto histórico, sin la guerra de Vietnam detrás, sin esta postura política. En el Woodstock hubo gente intoxicada, pero no hubo un solo pugilato, no hubo violencia, esa era la gracia. Fue algo único e irrepetible porque tenía que ver con el contexto. La imitación salió muy chingada”.

Cuarenta años después, Gary Fritz dirigió un documental sobre el evento (disponible hasta el lunes 12 en la web de In-Edit y para descarga gratuita en PortalDisc), más por curiosidad que otra cosa. “El festival no había entrado a mi mente en todo ese tiempo porque no le daba mucha importancia”, asegura. Por ello, reconoce que la reacción favorable de la audiencia le “sorprendió mucho”.

Porque como todos, el estadounidense se había quedado con el recuerdo de las portadas de los diarios y las historias apócrifas que rondaron como espectros sobre lo ocurrido. “Me dijeron que los eventos y detalles del festival eran poco conocidos, pero representaba un idealismo o un icono de esos tiempos”.

Piedra Roja. Foto: Paul Lowry

Sin embargo, Fritz piensa que el evento y la cultura del hippismo tuvo un impacto en el país, que asegura, no se ha reconocido. “Por ejemplo, la vestimenta que ahora es muy creativa, individual y variada. Antes, el país era muy formal en cuanto a vestimenta -explica-. Me parece que en Chile hay muchas ganas de vivir una vida más vibrante, más sana, y más comunitaria en conjunto con una disminución del lucro y el materialismo; Piedra Roja es un símbolo de esos ideales”.

Como sea, esas jornadas en los faldeos de la cordillera provocaron algún remezón en una sociedad que acumulaba la tensión de casi una década de transformaciones sociales y políticas. Días después del evento, a Paul Lowry le sucedió una particular anécdota.

“Yo hacía trabajos voluntarios en un centro de ayuda educacional para niños en Lo Valledor y la directora me comentó que me había visto en el festival. Luego me dijo que no me preocupara porque ella no le iba a decir a nadie para que yo no pasara vergüenza”.

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